viernes, 11 de diciembre de 2009

El viaje a Tenerife

EL CASTILLO ESTRELLADO

El pico del Teide en Tenerife está hecho de los destellos del pequeño puñal de juguete que las bellas mujeres de Toledo guardan en su pecho día y noche.

Se alcanza tras una subida de varias horas, con el corazón cambiando insensiblemente hacia el rojo blanco y los ojos deslizándose hasta cerrarse completamente sobre la sucesión de los escalones. Dejamos debajo de nosotros las pequeñas plazas lunares con sus bancos arqueados alrededor de un pilón en cuyo fondo se divisa, apenas brillante bajo el peso de un dedo de agua y la espuma ilusoria de algunos cisnes, el decorado de una misma cerámica azul con grandes flores blancas. Es allá, al fondo del tazón, sobre cuyo borde sólo se deslizará en la mañana para hacerlo cantar el vuelo libre del canario, originario de la isla; allá, a medida que anochece, acelera su ritmo el tacón de la jovencísima muchacha, el tacón que comienza a alzarse por encima de un secreto. Pienso en aquella que pintó Picasso hace treinta años, cuyas innumerables réplicas atraviesan Santa Cruz de una acera a la otra, con vestidos oscuros y esa mirada ardiente que se oculta para no obstante avivarse continuamente como un fuego avanzando por la nieve. La piedra incandescente del inconsciente sexual, desparticularizada en la medida de lo posible, mantenida al abrigo de toda idea de posesión inmediata, se reconstruye en esta profundidad como en ninguna otra, todo se pierde en las últimas, que son también las primeras, modulaciones del fénix inaudito. Ha quedado atrás la cima de los flamboyanes a través de los cuales se trasluce su ala púrpura y cuyos mil rosetones enmarañados impiden percibir durante más tiempo la diferencia existente entre una hoja, una flor y una llama. Eran como tantos incendios que deflagran prendados de las casas, satisfechos de vivir cerca de ellas sin abrazarlas. Las novias relumbraban en las ventanas, iluminadas por una sola rama indiscreta, y sus voces, alternándose con las de los jóvenes que ardían abajo por ellas, mezclaban a los perfumes desencadenados de la noche de mayo un murmullo inquietante, vertiginoso, como el que puede provocar sobre la seda de los desiertos la cercanía de la Esfinge. La pregunta que graciosamente, en ese momento, provocaba agitación en tantos pechos no era en efecto nada menos, hecha las condiciones óptimas de tiempo y lugar, que la del porvenir del amor - la del porvenir de un único amor y, por tanto, de todo amor.


ANDRÉ BRETON.

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