martes, 29 de marzo de 2011

Placeres sencillos


Alva Perry era una mujer seria y reservada de ascendencia escocesa y española; tenía poco más de cuarenta años. Aún era guapa, pese a tener las mejillas demacradas. En particular, sus ojos eran de una belleza y claridad extraordinarias. Vivía en casa de su tío, que se había dividido en apartamentos, o en cuartos de alquiler, como seguían denominándose en aquella parte de la región. La casa se elevaba en la empinada ladera de la colina boscosa que daba a la carretera general. Una larga escalera de cemento ascendía hasta mitad de la loma, terminando poco antes de llegar a la casa. En un principio conducía a una central eléctrica, destruida tiempo atrás. Mrs. Perry había vivido sola en su cuarto desde la muerte de su marido, ocurrida once años antes; sin embargo, encontraba pequeños quehaceres para estar ocupada durante todo el día, y en cierto modo seguía siendo tan hacendosa en su soledad como un ama de casa entregada a su familia.


John Drake, una persona igualmente reservada, ocupaba el cuarto inferior al suyo. Era dueño de su camión y trabajaba como independiente para compañías madereras, así como recogiendo y repartiendo cántaros de leche para una vaquería.


En todos los años que habían vivido en la casa de la ladera, Mr. Drake y Mrs. Perry sólo se habían dirigido saludos de lo más escueto.


Una noche, Mr. Drake oyó desde el vestíbulo los sonoros pasos de Mrs. Perry, que de manera inconsciente había aprendido a reconocer. Alzó la vista y la vio bajar las escaleras. Llevaba un abrigo marrón que había pertenecido a su difunto esposo, y apretaba una bolsa de papel contra el pecho. Mr. Drake se ofreció a ayudarla con la bolsa y ella titubeó, indecisa, en el descansillo.


-Sólo son patatas -le explicó-, pero se lo agradezco mucho. Voy a asarlas fuera, en la parte de atrás. Hace tiempo que tenía intención de hacerlo.


Mr. Drake cogió las patatas y, con paso envarado, cruzó la puerta trasera y bajó la cuesta hasta llegar a un pequeño terreno raso que hacía las veces de patio en la parte posterior de la casa. Una vez allí, dejó la bolsa de papel en el suelo. Cerca del porche salía humo de un quemador de basura grande y nuevo, y en el centro del patio había una pocilga con techo y una valla de ladrillos claros construida por el tío de Mrs. Perry.


Mrs. Perry siguió a Mr. Drake, le dio las gracias y empezó a recoger ramitas con movimientos rápidos entre la linde de los árboles y la pocilga, cerca de la cual iba a preparar la fogata. Mr. Drake, sin decir una palabra, la ayudó a recoger leña, de modo que cuando el fuego estuvo dispuesto, Mrs. Perry le invitó lógicamente a que se quedara con ella a compartir las patatas. Aceptó, y se sentaron delante del fuego en una caja puesta del revés.


Mr. Drake mantenía la cara retirada de las llamas y vuelta en la dirección de los árboles, con la esperanza de ocultar en lo posible sus mejillas encendidas a Mrs. Perry. Era una persona muy tímida, y aunque su piel siempre estaba roja por naturaleza, cuando se encontraba en presencia de una mujer desconocida, se volvía de un púrpura tan oscuro que el cambio se advertía con claridad. Mrs. Perry se extrañaba de que no dejase de mirar hacia atrás, pero consideraba que no lo conocía lo suficiente para preguntarle. Esperó en vano a que hablara y luego, al comprender que no lo haría, pensó en decir algo.


-¿Le gustan los placeres sencillos, corrientes? -le preguntó al fin, en tono grave.



JANE BOWLES.