lunes, 16 de marzo de 2009

Gara y Jonay






Cuenta la leyenda que en La Gomera existían siete chorros (Los Chorros de Epina) de los que manaba agua mágica, un agua prodigiosa capaz de descifrar los secretos del destino y de obrar milagros que nadie sabía cómo explicar. El manantial se encontraba en el municipio de Vallehermoso, al norte de la isla, y de él siempre brotaba un agua pura y cristalina. Estos siete chorros, aparte de regalar virtudes a quienes de ellos bebían, revelaban, cuando te mirabas en sus aguas, si ibas o no a encontrar pareja. Si el agua era clara, el amor llegaría, pero si se enturbiaba, era signo de desgracia y desamor.


Ya se aproximaban las fiestas del Beñesmén. Esta fiesta que para los guanches significaba el comienzo de un nuevo año y en la que se honraba a las divinidades, se celebraba en el solsticio de verano. El veintiuno de junio, el día más largo del año, los guanches daban gracias a los dioses por las cosechas recibidas y pedían por la fecundidad y de la tierra y de sus mujeres. Las hogueras simbolizaban el poder del sol y servían para ayudarle a renovar su energía.









Según la tradición, las muchachas más jóvenes, las que estaban ya en la edad de unirse a un hombre, acudían a los chorros mágicos para conocer el reflejo de su destino. Así que un grupo de jóvenes gomeras se dirigió a Los Chorros de Epina para beber de su agua, y mirarse en ella al despuntar el día. Entre estas jóvenes se encontraba Gara, la bella princesa de Agulo (pueblo del sur de La Gomera). Al principio el agua le devolvió una imagen tranquila y perfecta, pero luego, ante su sorpresa, surgieron sombras y la silueta comenzó a agitarse. Apareció, de pronto, el destello del sol en el agua, borrando así el reflejo de su cara.


Gerián, el sabio del lugar, el que rompía gánigos (recipiente cerámico modelado a mano que utilizaban los guanches) con la mirada, el que veía lo que a otros ojos quedaba oculto le hizo una advertencia:


-"Lo que ha de suceder ocurrirá. Huye del fuego, Gara, o el fuego habrá de consumirte".

Y corrió de boca en boca el augurio. Y calló Gara su temor y su asombro.

Como cada año, los nobles tinerfeños eran invitados a participar en las fiestas. Arribaron los menceyes y nobles de Tenerife a las playas de La Gomera para compartir las fiestas del Beñesmén. Al mencey de Adeje (pueblo del sur de Tenerife) le acompañaba su hijo Jonay, un joven ágil y de gran fortaleza que no tardó en distinguirse en sus luchas con los banotes, en la esquiva de guijas, en la alzada de pesos y en otras competiciones y juegos en los que tomaba parte. Gara lo contemplaba. Como acude la sangre a la herida o como el mar refleja el cielo, inevitablemente se descubrieron y enlazaron sus miradas. No pudieron impedir que el amor les alcanzase. Así lo hicieron saber a sus padres y así, para añadir más júbilo a la alegría de las fiestas del Beñesmén, fue publicado su compromiso.


Apenas se propagó la nueva, inesperadamente el mar se pobló de destellos y se cuajó el aire de estampidos y ecos prolongados. Echeyde (Teide), el gran volcán de Tenerife, arrojaba lava y fuego por su cráter. Tanta era su furia que desde La Gomera podían divisar las largas lenguas encendidas estirándose desde la cima hacia lo alto. Entonces fue cuando recordaron el augurio del viejo Gerián.


Gara y Jonay, agua y fuego. Gara era princesa de Agulo, el lugar del agua, Jonay venía de la tierra del fuego, de la isla del infierno. No podía ser. El fuego retrocede ante el agua. El agua se consume en el fuego. Gara y Jonay, agua y fuego. Imposible su mezcla, imposible la alianza. Las llamaradas que brotaban de la boca de Echeyde lo confirmaban. Aquel amor era imposible. Sólo grandes males podían sucederse si no se separaban. Bajo amenaza, les prohibieron sus padres que volvieran a encontrarse. Su unión quedo maldita.



















Calmó su furia Echeyde y de nuevo se encerró el fuego en sus adentros de piedra. Concluyeron las fiestas del Beñesmén sin peligro en la isla. Regresaron a Tenerife los menceyes y nobles que habían ido a La Gomera. Pero Jonay no podía olvidar a Gara. Un peso infinito, como un quebranto interminable, lo doblegaba y lo desvivía. Necesitaba volver a verla, tenerla a su lado pese a las prohibiciones, pese a la maldición que sobre ellos se cernía.



















Ató Jonay a su cintura dos vejigas de animal infladas y al amparo de la noche se lanzó al mar dispuesto a atravesar la distancia que le separaba de su enamorada. Las vejigas le ayudaban a flotar y cuando el cansancio rendía sus fuerzas, la imagen de Gara acudía a su memoria dándole ánimos para recobrarse y seguir nadando. Así hasta que, aún dudosa, la luz del alba lo recibió al llegar a las playas de La Gomera. Procuró que nadie lo viera y se acercó hasta donde vivía su bella enamorada. Cuando Gara lo vió, la vida volvió a su rostro y sus ojos brillaron de alegría. Pero pronto se dieron cuenta de que algo tenían que hacer.

Los enamorados querían tocar el cielo, alcanzar la cima de la isla que Gara tan bien conocía, sellar su amor en aquel espacio mágico, en la roca sagrada, rodeados de estrellas. Decidieron entonces subir hasta lo más alto y lo más denso de El Cedro, pensando que quizás allí hallarían donde esconderse mientras demostraban a los suyos que tenían que estar juntos para siempre. Buscaron un lugar oculto y allí permanecieron abrazados. A su lado, una pequeña pero afilada vara de cedro vigilaba la llegada de intrusos. En la cima, la princesa consultó a los oráculos y una vez más le advirtieron que en la tierra su amor jamás podría prosperar.

El padre de Gara, enterado de la huida de su hija, reunió a un numeroso grupo de hombres que salieron furiosos en su busca. Los amantes no tardaron mucho en escuchar los gritos de los que los buscaban. Poco se dijeron en aquellos momentos. Una mirada entre ambos fue suficiente. Jonay tomó la vara de cedro y afiló la otra punta. Luego se colocaron uno frente al otro. La vara fue puesta en el medio, tocando con cada punta el corazón de ambos amantes. Un abrazo final los unió para siempre. Cayeron danzando al vacío. Ya no habría desgracias y así confirmarían que el amor perviviría más allá de su cuerpos.

Todavía hoy se escuchan los ecos de sus corazones entre los redondos perfiles de aquella montaña de piedra. Desde ese momento pasó a llamarse Garajonay, el eterno lugar de ambos, en recuerdo de aquel amor que existirá para siempre.