viernes, 17 de diciembre de 2010

Lo que me queda por vivir


Al verme entrar en el café se levantó de un salto y me esperó con los brazos caídos, como si estuviera dispuesta a recibir con la misma conformidad un beso o una puñalada. Me acerqué y le di un beso. Entonces se sentó y me pareció escuchar un suspiro de alivio.

Era como la una del mediodía, esa hora en que Madrid es un hervidero de gente bebiendo cañas y tirando servilletas al suelo. Pero allí, en el Café Lyon, se presentía ya la decadencia que precedería a su cierre y a esas horas por no haber no había ni ese grupo inmortal de estudiantes con granos que falta al instituto con el convencimiento de que tomando café en mesa de mármol se está más cerca de la literatura. Yo había sido una de aquellas adolescentes que se escapan de clase, garabatean versos en un cuaderno y que, cuando un individuo melenado, con aires de escritor que publica, las mira, bajan la cabeza porque temen que quiera acostarse con ellas y ellas saben que tendrán que decirle que sí. Yo también había hecho novillos para tocar el mármol de la literatura y había fantaseado con ser poetisa o musa de novelista.

Infectada de literaturosis, a la estudiante de entonces le gustaba imaginar, desde aquel mismo Café Lyon, que era una joven de provincias que había llegado a la gran ciudad a pasar un hambre sublime mientras publicaba versos y rompía el corazón a algún escritor maduro y arrogante. Sueños calcados de otros sueños.

Habían pasado nueve años y con ellos mis aspiraciones poéticas se habían esfumado y casi por completo las literarias. El negro de mi pelo había pasado a ser pelirrojo, las camisas amplias que me llegaban por debajo del culo se convirtieron en vestidos minifalderos y, con la misma incuestionable diligencia con que uno se ducha o se lava los dientes, ahora nunca salía a la calle sin pintarme los labios de rojo furioso.

Así entré esa mañana en el café, casi recién llegada de la provincia en la que había trabajado durante un año, vestida de época sin saberlo, fiel al estilo que defendían a diario por la calle cientos de chicas en el Madrid de los ochenta. Por raro que pueda parecer no fue la entonces capital de los modernos la que me había desinhibido y transformado sino la provincia, en la que sola y con un niño muy chico me sentí más desgraciada pero también más libre. Me fui progre de Madrid y volví moderna y con unas cuantas expresiones ordinarias que jamás antes se me habían venido a la boca. No fue rara la transformación, como no son raros los cambios en las personas muy jóvenes, aunque mi marido (al que jamás llamé mi marido) viviera los cambios estéticos como una traición a la ideología o a la misma esencia de uno. Pero yo por entonces no tenía esencia, aún la andaba buscando. Ni tan siquiera se me ocurría defenderme de sus críticas con la razón más poderosa de todas: la esencia misma de la juventud está en el cambio.

Volví a Madrid renunciando al puesto de locutora que me habían asignado tras unas oposiciones; volvía con sensación de fracaso y de pérdida anticipada. Lejos de ser la muchacha de provincias que desea conquistar la ciudad, era la chica de ciudad que tras pasar un año fuera sospechaba que su lugar le había sido arrebatado. No era distinta de la niña que al volver al colegio tras una enfermedad advierte que en tan sólo una semana todas las alianzas de amistad se han trastocado: yo regresaba a Madrid y trataba de recomponer el mundo anterior a mi marcha.

Era más huérfana ahora que a los dieciséis años, aunque fuera en aquellos días de mármol literario cuando acababa de morir mi madre; más vulnerable también por haber crecido sin madurar, aplazando el duelo de orfandad casi una década, un duelo que la rabia o el rencor habían contenido hasta encontrarlo en algún lugar del corazón. La desprotección se me hacía evidente siendo ahora yo la que debía proteger a una criatura de tres años.

Volvía con el pelo panocha, vestidito pop, mallas, cejas negras y rotundas y labios pintados de rojo. Era ya una fotografía de época. Pero la maternidad, tan poco habitual entre mis iguales (las chicas de pelo panocha y labios rojos de mi generación), me convertía en una extraña entre los habitantes de mi propia fauna.


ELVIRA LINDO.