viernes, 29 de octubre de 2010

La caída de los gigantes


El mismo día que Jorge V fue coronado rey en la abadía de Westminster, en Londres, Billy Williams bajó por primera vez a la mina en Aberowen, Gales del Sur.

El 22 de junio de 1911, Billy cumplía trece años. Su padre empleó su técnica habitual para despertarlo, un método que se caracterizaba por ser mucho más expeditivo y eficaz que cariñoso, y que consistía en darle palmaditas en la mejilla a un ritmo regular, con firmeza e insistencia, una y otra vez. El muchacho dormía profundamente y, por un momento, trató de hacer caso omiso de aquellos cachetes, pero los golpes se sucedían incesantes. Experimentó una brusca y fugaz sensación de enfado, pero entonces se acordó de que tenía que levantarse, de que hasta tenía ganas de hacerlo, de modo que abrió los ojos y se incorporó de golpe en la cama.

-Son las cuatro- anunció su padre antes de salir de la alcoba, y acto seguido se oyó el fuerte ruido de sus botas al bajar por los peldaños de la escalera de madera.

Ese día, Billy iba a empezar a trabajar como aprendiz minero, al igual que había hecho la mayoría de los hombres de su ciudad a su misma edad. Le habría gustado sentirse más ilusionado ante la idea de ser minero, pero estaba decidido a no hacer el ridículo: David Crampton lloró en su primer día en la mina y aún lo llamaban Dai el Llorica, a pesar de que tenía veinticinco años y era la estrella del equipo de rugby local.

Era el día después del solsticio de verano, y la luminosa claridad de los primeros rayos del alba penetraba por el ventanuco del cuarto. Billy miró a su abuelo, acostado a su lado, y vio que tenía los ojos abiertos. Cuando Billy se levantaba, el anciano siempre estaba despierto, invariablemente; decía que los viejos no dormían demasiado.

El muchacho salió de la cama; sólo llevaba los calzoncillos. Cuando hacía frío, dormía con camisola, pero aquel año las islas británicas estaban disfrutando de un verano caluroso, y las noches eran suaves. Sacó el orinal de debajo de la cama y levantó la tapa.

No había habido ningún cambio en el tamaño de su pene, al que llamaba su “pito”; seguía siendo la misma colita infantil que había sido siempre. Tenía la esperanza de que hubiese empezado a crecerle la víspera de su cumpleaños, o si no, al menos, de ver brotar algún que otro pelo negro alrededor, pero se llevó una gran decepción. Para su mejor amigo, Tommy Griffiths, que había nacido el mismo día que él, la cosa había sido distinta: le había cambiado la voz y hasta le había salido una pelusilla oscura encima del labio superior. Además, para colmo, su pito era como el de un hombre hecho y derecho. Aquello era humillante.

Mientras usaba el orinal, Billy miró por la ventana. Lo único que se veía desde allí era la escombrera, un montículo gris pizarra de estéril, la materia inservible de la mina de carbón, esquisto y arenisca en su mayor parte. Aquel era el aspecto que debía de tener el mundo el segundo día de la Creación, pensó Billy, antes de que Dios dijese: “Produzca la tierra hierba verde”. Una brisa suave levantó una fina capa de polvo negro de la escombrera y la derramó sobre la hilera de casas.

En el interior de su alcoba, todavía había menos objetos que contemplar. Se encontraba en la parte posterior de la casa, era un espacio angosto en el que a duras penas cabía la cama estrecha, una cómoda y el viejo baúl del abuelo. Colgado de la pared había un dechado bordado donde se leía:

CREE EN EL
SEÑOR JESUCRISTO
Y ESTARÁS
A SALVO

No había espejo.

Una puerta llevaba a lo alto de la escalera y la otra al dormitorio principal, al que sólo podía accederse atravesando la pequeña alcoba. La otra habitación era más grande, con espacio para dos camas, y allí dormían mamá y papá; incluso la hermanas de Billy había dormido allí, varios años antes. La mayor, Ethel, ya no vivía con ellos, y las otras tres habían muerto, una de sarampión, otra de tos ferina y la tercera de difteria. También había tenido un hermano mayor, que compartió la cama con Billy antes del abuelo. Se llamaba Wesley y murió abajo, en la mina, arrollado por una vagoneta fuera de control, por uno de los carros con ruedas que transportaban el carbón.

Billy se puso la camisa, la misma que había llevado a la escuela la jornada anterior. Ese día era jueves, y sólo se cambiaba de camisa los domingos. Sin embargo, sí tenía un par nuevo de pantalones, sus primeros pantalones largos, hechos de un recio algodón impermeable al que llamaban piel de topo. Eran el símbolo del ingreso en el mundo de los hombres, y se los puso con orgullo, disfrutando de la sensación fuertemente masculina de la tela. Se ciñó un grueso cinturón de cuero y las botas que había heredado de Wesley y, a continuación, bajó las escaleras.


KENT FOLLET.

martes, 26 de octubre de 2010

El Señor de las Moscas


El muchacho rubio descendió un último trecho de roca y comenzó a abrirse paso hacia la laguna. Se había quitado el suéter escolar y lo arrastraba en una mano, pero a pesar de ello sentía la camisa gris pegada a su piel y los cabellos aplastados contra la frente. En torno suyo, la penetrante cicatriz que mostraba la selva estaba bañada en vapor. Avanzaba el muchacho con dificultad entre las trepadoras y los troncos partidos, cuando un pájaro, visión roja y amarilla, saltó en vuelo como un relámpago, con un antipático chillido, al que contestó un grito como si fuese su eco:

-¡Eh –decía-, aguarda un segundo!

La maleza al borde del desgarrón del terreno tembló y cayeron abundantes gotas de lluvia con un suave golpeteo.

-Aguarda un segundo –dijo la voz-, estoy atrapado.

El muchacho rubio se detuvo y se estiró las medias con un ademán instintivo, que por un momento pareció transformar la selva en un bosque cercano a Londres.

De nuevo habló la voz.

-No puedo casi moverme con estas dichosas trepadoras.

El dueño de aquella voz salió de la maleza andando de espaldas y las ramas arañaron su grasiento anorak. Tenía desnudas y llenas de rasguños las gordas rodillas. Se agachó para arrancarse cuidadosamente las espinas. Después se dio la vuelta. Era más bajo que el otro muchacho y muy gordo. Dio unos pasos, buscando lugar seguro para sus pies, y miró tras sus gruesas gafas.

-¿Dónde está el hombre del megáfono?

El muchacho sacudió la cabeza.

-Estamos en una isla. Por lo menos, eso me parece. Lo de allá fuera, en el mar, es un arrecife. Me parece que no hay personas mayores en ninguna parte.

El otro muchacho miró alarmado.

-¿Y aquel piloto? Pero no estaba con los pasajeros, es verdad, estaba más adelante, en la cabina.

El muchacho rubio miró hacia el arrecife con los ojos entornados.

-Todos los otros chicos… -siguió el gordito-. Alguno tiene que haberse salvado. ¿Se habrá salvado alguno, verdad?

El muchacho rubio empezó a caminar hacia el agua afectando naturalidad. Se esforzaba por comportarse con calma y, a la vez, sin parecer demasiado indiferente, pero el otro se apresuró tras él.

-¿No hay más personas mayores en este sitio?

-Me parece que no.

El muchacho rubio había dicho esto en un tono solemne, pero enseguida le dominó el gozo que siempre produce una ambición realizada, y en el centro del desgarrón de la selva brincó dando media voltereta y sonrío burlonamente a la figura invertida del otro.

-¡Ni una persona mayor!

En aquel momento el muchacho gordo pareció acordarse de algo.

-El piloto aquel.

El otro dejó caer sus pies y se sentó en la tierra ardiente.

-Se marcharía después de soltarnos a nosotros. No podía aterrizar aquí, es imposible para un avión con ruedas.

-¡Será que nos han atacado!

-No te preocupes, que ya volverá.

Pero el gordo hizo un gesto de negación con la cabeza.

-Cuando bajábamos miré por una de las ventanillas aquellas. Vi la otra parte del avión y salían llamas.


WILLIAM GOLDING.

martes, 19 de octubre de 2010

Seda


Aunque su padre había imaginado para él un brillante porvenir en el ejército, Hervé Joncour había acabado ganándose la vida con una insólita ocupación, tan amable que, por singular ironía, traslucía un vago aire femenino.

Para vivir, Hervé Joncour compraba y vendía gusanos de seda.

Era 1861. Flaubert estaba escribiendo Salammbô, la luz eléctrica era todavía una hipótesis y Abraham Lincoln, al otro lado del océano, estaba combatiendo en una guerra cuyo final no vería.

Hervé Joncour tenía treinta y dos años.

Compraba y vendía.

Gusanos de seda.

Para ser más precisos, Hervé Joncour compraba y vendía los gusanos de seda cuando ser gusanos de seda consistía en ser minúsculos huevos, de color amarillo o gris, inmóviles y aparentemente muertos. Sólo en la palma de una mano se podían sostener millares.

“Es lo que se dice tener una fortuna al alcance de la mano”.

A principios de mayo los huevos se abrían, liberando una larva que, tras treinta días de enloquecida alimentación a base de hojas de morera, procedía a recluirse nuevamente en un capullo, para evadirse luego del mismo definitivamente dos semanas más tarde, dejando tras de sí un patrimonio que, en seda, se podía calcular en mil metros de hilo en crudo y, en dinero, en una buena cantidad de francos franceses; siempre y cuando todo ello acaeciera según las reglas y, como en el caso de Hervé Joncour, en alguna región de la Francia meridional.

Lavilledieu era el nombre del pueblo en que Hervé Joncour vivía.

Hélène, el de su mujer.

No tenían hijos.

Para evitar los daños de las epidemias que cada vez más a menudo sufrían los viveros europeos, Hervé Joncour se lanzaba a comprar los huevos de gusano de seda más allá del Mediterráneo, en Siria y en Egipto. En esto consistía la parte más exquisitamente aventurada de su trabajo. Cada año, a principios de enero, partía. Atravesaba mil seiscientas millas de mar y ochocientos kilómetros de tierra. Seleccionaba los huevos, discutía el precio, los compraba. Después retornaba, atravesaba ochocientos kilómetros de tierra y mil seiscientas millas de mar y volvía a Lavilledieu, generalmente el primer domingo de abril, generalmente a tiempo para la misa mayor.

Trabajaba todavía dos semanas más para preparar los huevos y venderlos.

Durante el resto del año, descansaba.


ALESSANDRO BARICCO.

jueves, 14 de octubre de 2010

El tiempo entre costuras


Una máquina de escribir reventó mi destino. Fue una Hispano-Olivetti y de ella me separó durante semanas el cristal de un escaparate. Visto desde hoy, desde el parapeto de los años transcurridos, cuesta creer que un simple objeto mecánico pudiera tener el potencial suficiente como para quebrar el rumbo de una vida y dinamitar en cuatro días todos los planes trazados para sostenerla. Así fue, sin embargo y nada pude hacer para impedirlo.

No eran en realidad grandes proyectos los que yo atesoraba por entonces. Se trataba tan sólo de aspiraciones cercanas, casi domésticas, coherentes con las coordenadas del sitio y el tiempo que me correspondió vivir; planes de futuro asequibles a poco que estirara las puntas de los dedos. En aquellos días mi mundo giraba lentamente alrededor de unas cuantas presencias que yo creía firmes e imperecederas. Mi madre había configurado siempre la más sólida de todas ellas. Era modista, trabajaba como oficiala en un taller de noble clientela. Tenía experiencia y buen criterio, pero nunca fue más que una simple costurera asalariada; una trabajadora como tantas otras que, durante diez horas diarias, se dejaba las uñas y las pupilas cortando y cosiendo, probando y rectificando prendas destinadas a cuerpos que no eran el suyo y a miradas que raramente tendrían por destino a su persona. De mi padre sabía poco entonces. Nada, apenas. Nunca lo tuve cerca; tampoco me afectó su ausencia. Jamás sentí excesiva curiosidad por saber de él hasta que mi madre, a mis ocho o nueve años, se aventuró a proporcionarme algunas migas de información. Que él tenía otra familia, que era imposible que viviera con nosotras. Engullí aquellos datos con la misma prisa y escasa apetencia con las que rematé las últimas cucharadas del potaje de Cuaresma que tenía frente a mí: la vida de aquel ser ajeno me interesaba bastante menos que bajar con premura a jugar a la plaza.

Había nacido en el verano de 1911, el mismo año en el que Pastora Imperio se casó con el Gallo, vio la luz en México Jorge Negrete, y en Europa decaía la estrella de un tiempo al que llamaron la Belle époque. A lo lejos comenzaban a oírse los tambores de lo que sería la primera gran guerra y en los cafés de Madrid se leía por entonces El Debate y El Heraldo mientras la Chelito, desde los escenarios, enfebrecía a los hombres moviendo con descaro las caderas a ritmo de cuplé. El rey Alfonso XIII, entre amante y amante, logró arreglárselas para engendrar en aquellos meses a su quinta hija legítima. Al mando de su gobierno estaba entretanto el liberal Canalejas, incapaz de presagiar que tan sólo un año más tarde un excéntrico anarquista iba a acabar con su vida descerrajándole dos tiros en la cabeza mientras observaba las novedades de la librería San Martín.

Crecí en un entorno moderadamente feliz, con más apreturas que excesos pero sin grandes carencias ni frustraciones. Me crié en una calle estrecha de un barrio castizo de Madrid, junto a la plaza de la Paja, a dos pasos del Palacio Real. A tiro de piedra del bullicio imparable del corazón de la ciudad, en un ambiente de ropa tendida, olor a lejía, voces de vecinas y gatos al sol. Asistí a una rudimentaria escuela en una entreplanta cercana: en sus bancos, previstos para dos cuerpos, nos acomodábamos de cuatro en cuatro los chavales, sin concierto y a empujones para recitar a voz en grito La canción del pirata y las tablas de multiplicar. Aprendí allí a leer y a escribir, a manejar las cuatro reglas y el nombre de los ríos que surcaban el mapa amarillento colgado de la pared. A los doce años acabé mi formación y me incorporé en calidad de aprendiza al taller en el que trabajaba mi madre. Mi suerte natural.

Del negocio de Doña Manuela Godina, su dueña, llevaban décadas saliendo prendas primorosas, excelentemente cortadas y cosidas, reputadas en todo Madrid. Trajes de día, vestidos de cóctel, abrigos y capas que después serían lucidos por señoras distinguidas en sus paseos por la Castellana, en el Hipódromo y el polo de Puerta de Hierro, al tomar té en Sakuska y cuando acudían a las iglesias de relumbrón. Transcurrió algún tiempo, sin embargo, hasta que comencé a adentrarme en los secretos de la costura. Antes fui la chica para todo del taller: la que removía el picón de los braseros y barría del suelo los recortes, la que calentaba las planchas en la lumbre y corría sin resuello a comprar hilos y botones a la plaza de Pontejos. La encargada de hacer llegar a las selectas residencias los modelos recién terminados envueltos en grandes sacos de lienzo moreno: mi tarea favorita, el mejor entretenimiento en aquella carrera incipiente. Conocí así a los porteros y chóferes de las mejores fincas, a las doncellas, amas y mayordomos de las familias más adineradas. Contemplé sin apenas ser vista a las señoras más refinadas, a sus hijas y maridos. Y como un testigo mudo, me adentré en sus casas burguesas, en palacetes aristocráticos y en los pisos suntuosos de los edificios con solera. En algunas ocasiones no llegaba a traspasar las zonas de servicio y alguien del cuerpo de casa se ocupaba de recibir el traje que yo portaba; en otras, sin embargo, me animaban a adentrarme hasta los vestidores y para ello recorría los pasillos y atisbaba los salones, y me comía con los ojos las alfombras, las lámparas de araña, las cortinas de terciopelo y los pianos de cola que a veces alguien tocaba y a veces no, pensando en lo extraña que sería la vida en un universo como aquel.


MARÍA DUEÑAS.

lunes, 11 de octubre de 2010

Travesuras de la niña mala


Aquel fue un verano fabuloso. Vino Pérez Prado con su orquesta de doce profesores a animar los bailes de Carnavales del Club Terrazas de Miraflores y del Lawn Tenis de Lima, se organizó un campeonato nacional de mambo en la Plaza de Acho que fue un gran éxito pese a la amenaza del Cardenal Juan Gualberto Guevara, arzobispo de Lima, de excomulgar a todas las parejas participantes, y mi barrio, el Barrio Alegre de las calles miraflorinas de Diego Ferré, Juan Fanning y Colón, disputó unas olimpiadas de fulbito, ciclismo, atletismo y natación con el barrio de la calle San Martín, que, por supuesto, ganamos.

Ocurrieron cosas extraordinarias en aquel verano de 1950. Cojinoba Lañas le cayó por primera vez a una chica -la pelirroja Seminauel- y ésta, ante la sorpresa de todo Miraflores, le dijo que sí. Cojinoba se olvidó de su cojera y andaba desde entonces por las calles sacando pecho como un Charles Atlas. Tico Tiravante rompió con Ilse y le cayó a Laurita, Víctor Ojeda le cayó a Ilse y rompió con Inge, Juan Barreto le cayó a Igne y rompió con Ilse. Hubo tal recomposición sentimental en el barrio que andábamos aturdidos, los enamoramientos se deshacían y rehacían y al salir de las fiestas de los sábados las parejas no siempre eran las mismas que entraron. "¡Qué relajo!", se escandalizaba mi tía Alberta, con quien yo vivía desde la muerte de mis padres.

Las olas de los baños de Miraflores rompían dos veces, allá a lo lejos, la primera a doscientos metros de la playa, y hasta allí íbamos a bajarlas a pecho los valientes, y nos hacíamos arrastrar unos cien metros, hasta donde las olas morían sólo para reconstruirse en airosos tumbos y romper de nuevo, en una segunda reventazón que nos deslizaba a los corredores de olas hasta las piedrecitas de la playa.

Aquel verano extraordinario, en las fiestas de Miraflores todo el mundo dejó de bailar valses, corridos, blues, boleros y huarachas, porque el mambo arrasó. El mambo, un terremoto que tuvo moviéndose, saltando, brincando, haciendo figuras, a todas las parejas infantiles, adolescentes y maduras en las fiestas del barrio. Y seguramente lo mismo ocurría fuera de Miraflores, más allá del mundo y de la vida, en Lince, Breña, Chorrillos, o los todavía más exóticos barrios de La Victoria, el centro de Lima, el Rímac y el Porvenir, que nosotros, los miraflorinos, no habíamos pisado ni pensábamos tener que pisar jamás.

Y así como de los valsecitos y las huarachas, las sambas y las polcas habíamos pasado al mambo, pasamos también de los patines y los patinetes a la bicicleta, y algunos, Tato Monje y Tony Espejo por ejemplo, a la moto, e incluso uno o dos al automóvil, como el grandulón del barrio, Luchín, que le robaba a veces el Chevrolet convertible a su papá y nos llevaba a dar una vuelta por los malecones, desde el Terrazas hasta la quebrada de Armendáriz, a cien por hora.

Pero el hecho más notable de aquel verano fue la llegada a Miraflores, desde Chile, su lejanísimo país, de dos hermanas cuya presencia llamativa y su inconfundible manerita de hablar, rapidito, comiéndose las últimas sílabas de las palabras y rematando las frases con una aspirada exclamación que sonaba como un "pué", nos pusieron de vuelta y media a todos los miraflorinos que acabábamos de mudar el pantalón corto por el largo. Y, a mí, más que a los otros.

La menor parecía la mayor y viceversa. La mayor se llamaba Lily y era algo más bajita que Lucy, a la que le llevaba un año. Lily tendría catorce o quince años a lo más y Lucy trece o catorce. El adjetivo llamativa parecía inventado para ellas, pero, sin dejar de serlo, Lucy no lo era tanto como su hermana, no sólo porque sus cabellos eran menos rubios y más cortos y porque se vestía con más sobriedad que Lily, sino porque era más callada y, a la hora de bailar, aunque también hacía figuras y quebraba la cintura con una audacia a la que ninguna miraflorina se atrevería, parecía una chica recatada, inhibida y casi sosa en comparación con ese trompo, esa llama al viento, ese fuego fatuo que era Lily cuando, instalados los discos en el pick up, reventaba el mambo y nos poníamos a bailar.


MARIO VARGAS LLOSA.

jueves, 7 de octubre de 2010

Carta de una desconocida


Cuando por la mañana temprano el famoso novelista R. regresó a Viena después de una refrescante salida de tres días a la montaña, decidió comprar el periódico. A pasar la vista por encima de la fecha, recordó que era su cumpleaños. Cuarenta y uno, se dijo, pero esta constatación no le agradaba ni le desagradaba. Echó un vistazo a las crujientes páginas del periódico y se fue a su casa en un coche de alquiler. El mayordomo le informó de dos visitas y de algunas llamadas recibidas durante su ausencia, y le entregó el correo acumulado en una bandeja. Él lo examinó con indolencia y abrió un par de sobres cuyos remites le interesaron; vio una carta con caligrafía desconocida y apariencia demasiado voluminosa que, en un principio, dejó de lado. Entretanto le sirvieron el té. Se reclinó cómodamente en la butaca, hojeó el periódico y algunos folletos. Después encendió un cigarro y cogió la carta a la que no había prestado atención.

Era un pliego de unos veinticinco folios escritos precipitadamente con letra femenina, desconocida y nerviosa; más que una carta parecía un manuscrito. Palpó de nuevo el sobre, instintivamente, por si encontraba alguna nota aclaratoria. Estaba vacío. En él no había más que aquellas hojas; ni la dirección del remitente ni tan siquiera una firma. Qué extraño, pensó, y cogió nuevamente la carta. "A ti, que nunca me has conocido", ponía como encabezamiento, como si fuera un título.

Perplejo, se planteó: ¿Iba esto dirigido a él o a una persona imaginaria? De pronto se despertó su curiosidad, y empezó a leer.


STEFAN ZWEIG.

martes, 5 de octubre de 2010

El amor en los tiempos del cólera


Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario al ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.

Encontró el cadáver cubierto con una manta en el catre de campaña donde había dormido siempre, cerca de un taburete con la cubeta que había servido para vaporizar el veneno. En el suelo, amarrado de la pata del catre, estaba el cuerpo tendido de un gran danés negro de pecho nevado, y junto a él estaban las muletas. El cuarto sofocante y abigarrado que hacía al mismo tiempo de alcoba y laboratorio, empezaba a iluminarse apenas con el resplandor del amanecer en la ventana abierta, pero era luz bastante para reconocer de inmediato la autoridad de la muerte. Las otras ventanas, así como cualquier resquicio de la habitación, estaban amordazadas con trapos o selladas con cartones negros, y eso aumentaba su densidad opresiva. Había un mesón atiborrado de frascos y pomos sin rótulos, y dos cubetas de peltre descascarado bajo un foco ordinario cubierto de papel rojo. La tercera cubeta, la del líquido fijador, era la que estaba junto al cadáver. Había revistas y periódicos viejos por todas partes, pilas de negativos en placas de vidrio, muebles rotos, pero todo estaba preservado del polvo por una mano diligente. Aunque el aire de la ventana había purificado el ámbito, aún quedaba para quien supiera identificarlo el rescoldo tibio de los amores sin ventura de las almendras amargas. El doctor Juvenal Urbino había pensado más de una vez, sin ánimo premonitorio, que aquel no era un lugar propicio para morir en gracia de Dios. Pero con el tiempo terminó por suponer que su desorden obedecía tal vez a una determinación cifrada de la Divina Providencia.

Un comisario de policía se había adelantado con un estudiante de medicina muy joven que hacía su práctica forense en el dispensario municipal, y eran ellos quienes habían ventilado la habitación y cubierto el cadáver mientras llegaba el doctor Urbino. Ambos lo saludaron con una solemnidad que esa vez tenía más de condolencia que de veneración, pues nadie ignoraba el grado de su amistad con Jeremiah de Saint-Amour. El maestro eminente estrechó la mano de ambos, como lo hacía desde siempre con cada uno de sus alumnos antes de empezar la clase diaria de clínica general, y luego agarró el borde de la manta con las yemas del índice y el pulgar, como si fuera una flor, y descubrió el cadáver palmo a palmo con una parsimonia sacramental. Estaba desnudo por completo, tieso y torcido, con los ojos abiertos y el cuerpo azul, y como cincuenta años más viejo que la noche anterior. Tenía las pupilas diáfanas, la barba y los cabellos amarillentos, y el vientre atravesado por una cicatriz antigua cosida con nudos de enfardelar. Su torso y sus brazos tenían una envergadura de galeote por el trabajo de las muletas, pero sus piernas inermes parecían de huérfano. El doctor Juvenal Urbino lo contempló un instante con el corazón adolorido como muy pocas veces en los largos años de su contienda estéril contra la muerte.

- Pendejo -le dijo-. Ya lo peor había pasado.

Volvió a cubrirlo con la manta y recobró su prestancia académica. En el año anterior había celebrado los ochenta con un jubileo oficial de tres días, y en el discurso de agradecimiento se resistió una vez más a la tentación de retirarse. Había dicho: “Ya me sobrará tiempo para descansar cuando me muera, pero esta eventualidad no está todavía en mis proyectos”. Aunque oía cada vez menos con el oído derecho y se apoyaba en un bastón con empuñadura de plata para disimular la incertidumbre de sus pasos, seguía llevando con la compostura de sus años mozos el vestido entero de lino con el chaleco atravesado por la leontina de oro. La barba de Pasteur, color de nácar, y el cabello del mismo color, muy bien aplanchado y con la raya neta en el centro, eran expresiones fieles de su carácter. La erosión de la memoria cada vez más inquietante la compensaba hasta donde le era posible con notas escritas de prisa en papelitos sueltos, que terminaban por confundirse en todos sus bolsillos, al igual que los instrumentos, los frascos de medicinas, y otras tantas cosas revueltas en el maletín atiborrado. No sólo era el médico más antiguo y esclarecido de la ciudad, sino el hombre más atildado. Sin embargo, su sapiencia demasiado ostensible y el modo nada ingenioso de manejar el poder de su nombre le habían valido menos afectos de los que merecía.

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ.