jueves, 31 de diciembre de 2009

Adiós al 2009. Hola al 2010.


A tan sólo unas horas para que acabe el año, vamos a hacer un repaso rápido por lo que nos ha dejado. En principio, hay que ser claros, ya somos un año más viejos con todo lo que ello implica. Supongo que más de uno pensará lo mismo que yo, que las arrugas que tenemos son de expresión. Pero no nos engañemos, que ya se va notando que no somos unos veinteañeros.

Un año más que acaba y otro año que ya está agarrando el pomo de la puerta para entrar. Mientras esto ocurre, tendremos la boca llena de uvas y seguro que más de uno, y me incluyo, nos ahogaremos por culpa de la risas y de la situación. Como siempre, ha habido de todo. Encuentros, desencuentros, risas, llantos, despedidas, bienvenidas, decepciones, alegrías...

Hay muchos amigos que, afortunadamente, siguen estando en mi vida lo que me hace inmensamente feliz. También hay otros que, por las circunstancias que sean, se han alejado de ella y supongo que volverán a aparecer cuando menos me lo espere. Cuando hay tanto cariño de por medio, tantas cosas compartidas y tantas vivencias, da igual que los caminos se separen. Cuando se vuelvan a cruzar, parecerá que siempre hemos ido de la mano y que esa distancia jamás ha existido. Así es la vida. También hay personas que aunque yo, erróneamente, he considerado que eran mis amigos, a la larga, me han demostrado lo equivocada que estaba. Estos sí que han desaparecido. No quiero a mi alrededor gente que te paga favores con puñaladas traperas. Aunque luego te pidan perdón, aunque luego se arrepientan... no me vale. Y por último hay amigos que ha entrado en mi vida a lo largo de este año y espero que sigan estando a mi lado por mucho tiempo más. Esto me da esperanza y ganas de seguir conociendo a personas que tienen un corazón que no les cabe en el pecho. También están mis amigos virtuales, todos los que me he tropezado por aquí y que tengo la gran suerte de ir conociendo un poquito más cada día que pasa. Excelentes escritores que nos muestran su interior y que inundan mi vida de poesía y de belleza. Así da gusto entrar en internet y seguir creyendo en la bondad y en la grandeza del ser humano. Gracias a todos lo que he nombrado, mi vida es mucho mejor.

Por eso quiero desearles que el 2010 sea un año plagado de alegría, felicidad e ilusión. Que no exista nada que ensombrezca nuestra mirada. Si alguien toca nuestro corazón, que sea para acariciarlo y no para hacerle una herida. Que cada año que pase sea mejor que el anterior, y que yo lo vea, porque eso significará que seguiremos haciendo juntos este camino. ¡Feliz año a todos!

Mil gracias por hacerme la persona más afortunada del planeta. Jamás encontraré la forma de agradecerles todo lo que me han dado y todo lo que siguen aportando a mi vida. Gracias, gracias y gracias.

Besos mil.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Con ese corazón tan cinco estrellas...

Había una vez una muchacha que había salido a cenar con unos amigos para celebrar las fiestas que se aproximaban. Pongamos que se llamaba Isabel. La noche era agradable, no hacía frío, pero soplaba una ligera brisa que anunciaba la inminente llegada del invierno. Después de muchos brindis y de que unos platos siguieran a los otros, decidieron acabar la noche tomándose unas copitas en una zona muy transitada de la ciudad en donde vivían. Imaginemos que la chica en cuestión es médica (a mí también me sigue sonando raro, pero es lo que hay) y supongamos que es neumóloga, por aquello de que es un cuento y tenemos todo el derecho del mundo de inventar lo que queramos. Entonces, también sabremos que Isabel siempre lleva en su coche un cartel, indicando el hospital en donde trabaja. Pues por cuestión del más puro azar, después de dar varias vueltas infructuosas buscando aparcamiento, decidió al fin dejarlo en una zona no muy concurrida y un tanto problemática, ya que es la calle donde se ponen las putas cada noche a esperar que lleguen sus clientes. Una calle solitaria y oscura, con palmeras en el centro separando un carril del otro y las farolas a media luz, como si tuvieran miedo de mostrar los rostros de las chicas que se apoyan en ellas. Ahora imaginemos que una de esas chicas se llama Ana y que al ver llegar el coche, cruza hacia la otra acera mientras se fuma un cigarro y les lanza a sus ocupantes una mirada insinuante. El coche queda vacío y el grupo se dirige hacia el bar más cercano. Brindis, copas, risas, una cosa lleva a la otra, hasta que a las cuatro de la madrugada suena el móvil de Isabel, que se encontraba todavía en el bar. Cuando ve que es su padre, duda en contestar temiendo ya lo peor. ¿Qué pasaría? "Tranquila hija, no pasa nada, estoy en tu coche. Ven y te cuento." La muchacha descompuesta llega hasta donde había aparcado su vehículo y se encuentra con que, sin darse cuenta, se lo había dejado abierto. Ana, que se había percatado de ese detalle y sin conocerla de nada, se pasó toda la noche custodiando dicho coche como si fuera su propia vida. "Mira, mi niña, yo vi el cartel del hospital y supuse que eras médico o enfermera y no me da la gana de que a la gente buena le pasen cosas malas". Había dejado de trabajar para que los chicos que pasaban por allí no lograran robarlo y a todos lo que lo intentaron les decía que era su coche. Al final llamó a la policía, que se puso en contacto con sus padres. Impresionada por tan bello y desinteresado gesto, Isabel, que no sabía cómo agradecérselo, le ofreció dinero, ya que no había podido trabajar en toda la noche, en parte por su culpa. Ana, con una sonrisa le apartó la mano y sólo le dijo: "Lo único que te pido, es que si alguna vez me ves en el hospital, me saludes y no te avergüences de mí". Pues ahora supongamos que no es un cuento. Es una historia real que le pasó a una de mis mejores amigas el fin de semana. A veces, la realidad supera a la ficción. Gracias a gente como Ana el mundo es mucho mejor.


miércoles, 16 de diciembre de 2009

Invisible


Le estreché la mano por primera vez en la primavera de 1967. Por entonces yo era un estudiante de segundo curso en Columbia, un muchacho si formar con ansia de libros y la creencia (o ilusión) de que algún día tendría las suficientes cualidades para considerarme un poeta, y como leía poemas, ya conocía a su tocayo del infierno de Dante, un muerto que iba arrastrando los pies por los últimos versos del canto veintiocho del "Inferno". Bertrand de Born, el poeta provenzal del siglo XII, que llevaba cogida del pelo su cabeza cortada, haciéndola oscilar de un lado a otro como un farol: sin duda una de las imágenes más grotescas de ese extenso catálogo de alucinaciones y tormentos. Dante era un defensor incondicional de los escritos de De Born, pero lo redujo a la condenación eterna por haber aconsejado al príncipe Enrique que se rebelara contra su padre, el rey Enrique II, y como el poeta originó la división entre padre e hijo convirtiéndolos en enemigos, el ingenioso castigo de Dante fue dividirlo a él mismo. De ahí el cuerpo decapitado que va gimiendo por el inframundo, preguntando al viajero florentino si puede haber dolor más terrible que el suyo.

Cuando se presentó como Rudolph Born, inmediatamente pensé en el poeta. ¿Algún parentesco con Bertrand?, le pregunté.

Ah, contestó, esa desventurada criatura que perdió la cabeza. Quizá, pero me temo que no parece probable. No tengo el "de". Para eso hay que poseer un título de nobleza, y la triste verdad es que soy de todo menos noble.


PAUL AUSTER.

lunes, 14 de diciembre de 2009

La elegancia del erizo


-Marx cambia por completo mi visión del mundo -me ha declarado esta mañana el niño de los Pallières, que no suele dirigirme nunca la palabra.

Antoine Pallières, próspero heredero de un antigua dinastía industrial, es el hijo de una de las ocho familias para quienes trabajo. Último bufido de la gran burguesía de negocios -la cual no se reproduce más que a golpe de hipidos limpios y sin vicios-, resplandecía sin embargo de felicidad por su descubrimiento y me lo narraba por puro reflejo, sin pensar siquiera que yo pudiera estar enterándome de algo. ¿Qué pueden comprender las masas trabajadoras de la obra de Marx? Su lectura es ardua; su lenguaje, culto; su prosa, sutil; y su tesis, compleja.

Y entonces por poco me delato como una tonta.

-Deberías leer "La ideología alemana" -le digo a ese papanatas con trenca color verde pino.

Para comprender a Marx y comprender por qué está equivocado, hay que leer "La ideología alemana". Es la base antropológica a partir de la cual se construirán todas las exhortaciones a un mundo nuevo, y sobre la que reposa una certeza esencial: los hombres, a quienes pierde el deseo, harían bien en limitarse a sus necesidades. En un mundo en el que se amordace la "hibris" del deseo podrá nacer una organización social nueva, despojada de luchas, opresiones y jerarquías deletéreas.

-Quien siembra deseo, recoge opresión -a punto estoy de murmurar como si sólo me escuchara mi gato.

Pero Antoine Pallières, cuyo repugnante y embrionario bigote nada tiene de felino, me mira desconcertado por mis extrañas palabras. Como siempre, me salva la incapacidad que tienen los seres de dar crédito a todo aquello que hace añicos los marcos que compartimentan sus mezquinos hábitos mentales. Una portera no lee "La ideología alemana" y, por lo tanto, no podría de ninguna manera citar la undécima tesis sobre Feuerbach. Por añadidura, una portera que lee a Marx, a la fuerza lo que le interesa tiene que ser la subversión, y le vende el alma a un diablo llamado CGT. Que pueda leer a Marx para elevar su espíritu es una incongruencia que ningún burgués llega a concebir siquiera.

-Saluda a tu madre de mi parte -mascullo, cerrándole la puerta en las narices, con la esperanza de que la fuerza de prejuicios milenarios cubra la disfonía de ambas frases.



MURIEL BARBERY.

domingo, 13 de diciembre de 2009

El adiós

Cuando derrame el verano toda su miel sobre el río,
cuando el sol rejuvenezca con la risa de los niños,
y el amor juegue sus juegos, como el viento entre los pinos,
y el campo encienda sus verdes, y el mar suelte sus navíos,
cuando la última flor del cerezo haya caído,
amiga, yo estaré lejos, muy lejos, por el camino.

Aunque llores lo que llores sobre este corazón mío,
aunque convierta mis manos en cuna de tus suspiros,
aunque se queden tus ojos, tras de mi huella prendidos,
y yo camine en lo llano, como bajando al abismo,
cuando la última flor del cerezo haya caído,
amiga, yo estaré lejos, muy lejos, por el camino.

Sé que te recordaré más allá del infinito,
nuestro andar bajo la lluvia platicando como niños,
yo adorando tu pureza, con sueños y cantos míos,
pero por más que callemos, y aunque sintamos lo mismo,
cuando la última flor del cerezo haya caído,
amiga, yo estaré lejos, muy lejos, por el camino.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Me gusta la navidad


Me gusta porque significa volver a mi casa durante unos días, volver al sitio donde me crié, que en mi caso es La Gomera, reunirnos de nuevo toda la familia y revivir anécdotas que, a veces, se nos olvidan. Me encanta atravesar la isla, ver los distintos tonos de verde de sus montañas. La naturaleza en estado puro que nos espera para brindarnos sus mejores galas. Pasar por el Cedro e impresionarnos, una vez más, con su majestuosidad, y observar como la laurisilva nos da la bienvenida. A medida que nos acercamos, el cielo se transforma en un azul nítido y la luz del sol nos acoge y nos envuelve en un abrazo familiar. Llegamos a casa. Mi madre nos recibe con un beso recordándonos que cada vez que ve el anuncio del Almendro, el de "vuelve a casa por navidad" se emociona y no puede parar de llorar. Risas. Mi abuela, haciendo sopas de letras a sus noventa y tantos años, nos brinda una sonrisa y se emociona también mientras nos abraza, uno por uno, a todos los hermanos. "¡Qué flacos están estos niños! ¿Por qué no comen?" Algo que se le suele olvidar al segundo día, cuando nos ve sentados en la mesa y comprueba que una cosa no tiene que ver con la otra.

Me gusta el olor a mar, el olor a bajío, ese aroma limpio y penetrante que te traslada, sin quererlo, a momentos de tu infancia que creías haber olvidado. Los atardeceres de diciembre, que tiñen el cielo de distintas tonalidades de rojo y que por muchas fotos que le saques jamás podrás captar en todo su esplendor. Las señoras del pueblo que preguntan y se responden ellas mismas: "Hola, mi niña, ¡qué grande estás! Casi no te conozco. ¿Están por aquí? ¡Ah! claro, para pasar la navidad con la familia. ¿Y tú que habías estudiado? Tu madre siempre me lo dice, pero yo no me acuerdo, algo de la cabeza ¿no? ¿Y por qué no estudiaste para maestra de escuela? Ya, es que si no te gustan los niños es normal. Bueno, saluda a tu familia y diles que mañana voy a ver a tu abuela". Y se repite una y otra vez la misma historia, día tras día, año tras año.

Llega la noche. Vuelves a ver el cielo lleno de luces que brillan con distinta intensidad. Recuerdas que de pequeña creías que alargando la mano podías tocar esas estrellas. Y piensas en la gente que conoces y que probablemente, en ese instante, estén mirando la misma luna que ves tú en La Gomera, mientras te fumas el último cigarro del día. Y se acaba el ruido. Silencio. Un silencio tan profundo que te golpea el oído y te sorprende despertándote en mitad de la noche. Un silencio al que ya no estás acostumbrada y que agradeces, desde el primer momento, y que sabes que echarás de menos la primera noche que pases en Tenerife.

Empieza un nuevo día. Te despierta el sol colándose por las rendijas de tu persiana, los cantos de los pájaros y alguna gaviota despistada que sube para darte la bienvenida. Bajas a desayunar y mientras esperas a que salga el café, entran y salen de la cocina algunas vecinas. Se aseguran de que todo vaya bien y siguen su camino. En mi casa se alegran de volver a ver la mesa llena. Y comemos y bebemos y brindamos por el pasado y por el futuro. Las sobremesas son interminables. Hablamos y resumimos lo que ha sido el último año para cada uno. Volvemos al pasado y recordamos viejas anécdotas que provocan alguna que otra carcajada. Y mi madre se ahoga (siempre) y nos pide que nos callemos que como siga riéndose se va a provocar. Luego nos peleamos por el mejor sitio en frente de la tele. Y acabamos unos sobre otros, como cuando éramos niños y buscamos mantas para abrigarnos y ponemos una peli (sin violencia, por órdenes de mi madre) y la vemos todos juntos. Alguien llora, alguien se duerme, alguien se pierde y no para de preguntar cosas absurdas. Llega el momento del café y la comentamos como si fuésemos grandes entendidos en el tema o como si la hubiésemos hecho nosotros mismos. Aquí, la persona que se durmió siempre dice que no le gustó y se va sin dar más explicaciones.

El veinticuatro me pongo el delantal y no salgo de la cocina en todo el día. Y todos dan su opinión. "Pues a mí me gustó lo que hiciste el año pasado que llevaba langostinos, ¿cómo se llamaba?" "Yo creo que podrías hacer otra receta para la carne" "Ni de coña, a mí me encantó" " Yo creo que en Tenerife deberías hacer otra cena así aunque no sea navidad"... Y yo los miro, mientras doy un sorbo a la copa de vino, y me alegro de que pertenezcan a mi familia. Por eso, desde hace años, hago yo la cena de navidad; para que mi madre descanse por un día, que lo tiene bien merecido y porque no me cuesta nada hacer felices a las personas que más quiero en el mundo. Y esa noche se vuelve a llenar la mesa y comemos y bebemos y reímos y cantamos. Mis tías se "achispan" con el vino. Mi tío resopla "Esto es mucha comida, pero vamos a hacer un brindis. Esto hay que repetirlo más a menudo". Todos brindamos. A mi madre se le rayan los ojos recordando a mi padre (que murió cuando yo tenía once años). Mi hermano coge la guitarra y mosquea a mi tía cantándole canciones obsenas. Todos nos reímos. Mi abuela, en silencio posa su mirada sobre cada uno de nosotros, y una lágrima resbala por su mejilla. Me hace una seña para que no diga nada mientras me sonríe. Yo obedezco y desde que puedo me escapo, al otro lado de la mesa, para ir a darle un abrazo. Entonces me coge la mano y susurra: "Ay, mi niña, ¿el año que viene estaré yo aquí?". "Claro, abuela, tú nos vas a tumbar a todos". Nos miramos y se ríe. Y se anima tanto que empieza a recitarnos poemas de su juventud, con los que los chicos del pueblo las enamoraban a ella y a sus hermanas. Y así seguimos, año tras año.

Quizá no seamos una familia perfecta, pero lo que sí tengo claro es que tengo una familia compuesta por grandes personas que serían capaces de dar su vida para evitarte cualquier tipo de sufrimiento. Por eso me gusta la navidad.

viernes, 11 de diciembre de 2009

El viaje a Tenerife

EL CASTILLO ESTRELLADO

El pico del Teide en Tenerife está hecho de los destellos del pequeño puñal de juguete que las bellas mujeres de Toledo guardan en su pecho día y noche.

Se alcanza tras una subida de varias horas, con el corazón cambiando insensiblemente hacia el rojo blanco y los ojos deslizándose hasta cerrarse completamente sobre la sucesión de los escalones. Dejamos debajo de nosotros las pequeñas plazas lunares con sus bancos arqueados alrededor de un pilón en cuyo fondo se divisa, apenas brillante bajo el peso de un dedo de agua y la espuma ilusoria de algunos cisnes, el decorado de una misma cerámica azul con grandes flores blancas. Es allá, al fondo del tazón, sobre cuyo borde sólo se deslizará en la mañana para hacerlo cantar el vuelo libre del canario, originario de la isla; allá, a medida que anochece, acelera su ritmo el tacón de la jovencísima muchacha, el tacón que comienza a alzarse por encima de un secreto. Pienso en aquella que pintó Picasso hace treinta años, cuyas innumerables réplicas atraviesan Santa Cruz de una acera a la otra, con vestidos oscuros y esa mirada ardiente que se oculta para no obstante avivarse continuamente como un fuego avanzando por la nieve. La piedra incandescente del inconsciente sexual, desparticularizada en la medida de lo posible, mantenida al abrigo de toda idea de posesión inmediata, se reconstruye en esta profundidad como en ninguna otra, todo se pierde en las últimas, que son también las primeras, modulaciones del fénix inaudito. Ha quedado atrás la cima de los flamboyanes a través de los cuales se trasluce su ala púrpura y cuyos mil rosetones enmarañados impiden percibir durante más tiempo la diferencia existente entre una hoja, una flor y una llama. Eran como tantos incendios que deflagran prendados de las casas, satisfechos de vivir cerca de ellas sin abrazarlas. Las novias relumbraban en las ventanas, iluminadas por una sola rama indiscreta, y sus voces, alternándose con las de los jóvenes que ardían abajo por ellas, mezclaban a los perfumes desencadenados de la noche de mayo un murmullo inquietante, vertiginoso, como el que puede provocar sobre la seda de los desiertos la cercanía de la Esfinge. La pregunta que graciosamente, en ese momento, provocaba agitación en tantos pechos no era en efecto nada menos, hecha las condiciones óptimas de tiempo y lugar, que la del porvenir del amor - la del porvenir de un único amor y, por tanto, de todo amor.


ANDRÉ BRETON.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Romper una canción


Fuimos a Praga a romper nuestra amistad. Estábamos tan seguros de que aquel viaje era un error que el día antes de salir, los dos tuvimos el teléfono en la mano para llamar al otro y decirle: "Mira, mejor lo dejamos, ¿vale? No es el momento adecuado, no va a funcionar y voy a decepcionarte". Pero en esa ocasión hicimos más caso de mi epitafio que del suyo, y nos subimos a aquel avión que iba a la capital de la República Checa y quién sabe a qué más. Lo de los epitafios viene de lejos, como casi todo entre dos personas que se conocen hace casi treinta años y han hecho juntas cosas tan divertidas que la mitad de ellas no se pueden contar. El caso es que una noche, cuando todo el mundo se había ido y nosotros nos habíamos quedado tomando la última copa solos, como tantas otras veces, discutíamos, vayan ustedes a saber por qué, cuál sería, en nuestra opinión el epitafio de un hombre honrado. El mío no estaba nada mal: "Aquí yace Benjamín Prado: no tener nada que decir nunca le obligó a callarse". Pero el suyo nos pareció a los dos el mejor: "Aquí yace Joaquín Sabina: jamás dio la cara". ¿Por qué a la hora de embarcarnos en la aventura de la que salió Vinagre y rosas confiamos más en el mío, lo cual ya era, en sí mismo, una temeridad, porque si de lo que se tata es de escribir, esas tres palabras, nada que decir, no parecen un atajo a ninguna parte? Eso no lo sabemos, pero sí que las cosas que tienen explicación suelen ser las más aburridas de todas. Y me apuesto algo a que cuando acaben este libro la palabra aburrimiento va a ser la última que se les venga a la cabeza. BENJAMÍN PRADO.

domingo, 6 de diciembre de 2009

After dark


11:56 p.m.

Perfil de una gran ciudad.

Captamos esta imagen desde las alturas, a través de los ojos de un ave nocturna que vuela muy alto.

En el amplio panorama, la ciudad parece un gigantesco ser vivo. O el conjunto de una multitud de corpúsculos entrelazados. Innumerables vasos sanguíneos se extienden hasta el último rincón de ese cuerpo imposible de definir, transportan la sangre, renuevan sin descanso las células. Envían información nueva y retiran información vieja. Envían consumo nuevo y retiran consumo viejo. Envían contradicciones nuevas y retiran contradicciones viejas. Al ritmo de las pulsaciones del corazón parpadea todo el cuerpo, se inflama de fiebre, bulle. La medianoche se acerca y, una vez superado el momento de máxima actividad, el metabolismo basal sigue, sin flaquear, a fin de mantener el cuerpo con vida. Suyo es el zumbido que emite la ciudad en un bajo sostenido. Un zumbido sin vicisitudes, monótono, aunque lleno de presentimientos.

Nuestra mirada escoge una zona donde se concentra la luz, enfoca aquel punto. Empezamos a descender despacio hacia allí. Un mar de luces de neón de distintos colores. Es lo que llaman un barrio de ocio. Las enormes pantallas digitales instaladas en las paredes de los edificios han enmudecido al aproximarse la medianoche, pero los altavoces de las entradas de los locales siguen vomitando sin arredrarse música hip-hop en tonos exageradamente graves. Grandes salones recreativos atestados de jóvenes. Estridentes sonidos electrónicos. Grupos de universitarios que vuelven de una fiesta. Adolescentes con el pelo teñido de rubio y piernas robustas asomando por debajo de la minifalda. Oficinistas trajeados que cruzan corriendo la encrucijada a fin de no perder el último tren. Aún ahora, los reclamos de los karaokes siguen invitando alegremente a entrar. Un coche modelo Wagon de color negro y decorado de forma llamativa recorre despacio las calles como si hiciera inventario. Lleva una película negra adherida a los cristales. Parece una criatura, con órganos y piel especiales, que habita en las profundidades del océano. Una pareja de policías jóvenes hace la ronda por la misma calle con expresión tensa, pero casi nadie repara en ellos. A aquellas horas, el barrio funciona según sus propias reglas. Estamos a finales de otoño. No sopla el viento, pero el aire es frío. Dentro de muy poco comenzará un nuevo día.


HARUKI MURAKAMI.

martes, 21 de julio de 2009

No rompas el silencio si no es para superarlo

Después de leer el poema de Rodolfo Serrano me dio un arrebato de sensatez y borré todo lo que había escrito, excepto una entrada, que por supuesto no es mía.

Un beso enorme a todos e intentaré seguir pasándome por aquí.

lunes, 16 de marzo de 2009

Gara y Jonay






Cuenta la leyenda que en La Gomera existían siete chorros (Los Chorros de Epina) de los que manaba agua mágica, un agua prodigiosa capaz de descifrar los secretos del destino y de obrar milagros que nadie sabía cómo explicar. El manantial se encontraba en el municipio de Vallehermoso, al norte de la isla, y de él siempre brotaba un agua pura y cristalina. Estos siete chorros, aparte de regalar virtudes a quienes de ellos bebían, revelaban, cuando te mirabas en sus aguas, si ibas o no a encontrar pareja. Si el agua era clara, el amor llegaría, pero si se enturbiaba, era signo de desgracia y desamor.


Ya se aproximaban las fiestas del Beñesmén. Esta fiesta que para los guanches significaba el comienzo de un nuevo año y en la que se honraba a las divinidades, se celebraba en el solsticio de verano. El veintiuno de junio, el día más largo del año, los guanches daban gracias a los dioses por las cosechas recibidas y pedían por la fecundidad y de la tierra y de sus mujeres. Las hogueras simbolizaban el poder del sol y servían para ayudarle a renovar su energía.









Según la tradición, las muchachas más jóvenes, las que estaban ya en la edad de unirse a un hombre, acudían a los chorros mágicos para conocer el reflejo de su destino. Así que un grupo de jóvenes gomeras se dirigió a Los Chorros de Epina para beber de su agua, y mirarse en ella al despuntar el día. Entre estas jóvenes se encontraba Gara, la bella princesa de Agulo (pueblo del sur de La Gomera). Al principio el agua le devolvió una imagen tranquila y perfecta, pero luego, ante su sorpresa, surgieron sombras y la silueta comenzó a agitarse. Apareció, de pronto, el destello del sol en el agua, borrando así el reflejo de su cara.


Gerián, el sabio del lugar, el que rompía gánigos (recipiente cerámico modelado a mano que utilizaban los guanches) con la mirada, el que veía lo que a otros ojos quedaba oculto le hizo una advertencia:


-"Lo que ha de suceder ocurrirá. Huye del fuego, Gara, o el fuego habrá de consumirte".

Y corrió de boca en boca el augurio. Y calló Gara su temor y su asombro.

Como cada año, los nobles tinerfeños eran invitados a participar en las fiestas. Arribaron los menceyes y nobles de Tenerife a las playas de La Gomera para compartir las fiestas del Beñesmén. Al mencey de Adeje (pueblo del sur de Tenerife) le acompañaba su hijo Jonay, un joven ágil y de gran fortaleza que no tardó en distinguirse en sus luchas con los banotes, en la esquiva de guijas, en la alzada de pesos y en otras competiciones y juegos en los que tomaba parte. Gara lo contemplaba. Como acude la sangre a la herida o como el mar refleja el cielo, inevitablemente se descubrieron y enlazaron sus miradas. No pudieron impedir que el amor les alcanzase. Así lo hicieron saber a sus padres y así, para añadir más júbilo a la alegría de las fiestas del Beñesmén, fue publicado su compromiso.


Apenas se propagó la nueva, inesperadamente el mar se pobló de destellos y se cuajó el aire de estampidos y ecos prolongados. Echeyde (Teide), el gran volcán de Tenerife, arrojaba lava y fuego por su cráter. Tanta era su furia que desde La Gomera podían divisar las largas lenguas encendidas estirándose desde la cima hacia lo alto. Entonces fue cuando recordaron el augurio del viejo Gerián.


Gara y Jonay, agua y fuego. Gara era princesa de Agulo, el lugar del agua, Jonay venía de la tierra del fuego, de la isla del infierno. No podía ser. El fuego retrocede ante el agua. El agua se consume en el fuego. Gara y Jonay, agua y fuego. Imposible su mezcla, imposible la alianza. Las llamaradas que brotaban de la boca de Echeyde lo confirmaban. Aquel amor era imposible. Sólo grandes males podían sucederse si no se separaban. Bajo amenaza, les prohibieron sus padres que volvieran a encontrarse. Su unión quedo maldita.



















Calmó su furia Echeyde y de nuevo se encerró el fuego en sus adentros de piedra. Concluyeron las fiestas del Beñesmén sin peligro en la isla. Regresaron a Tenerife los menceyes y nobles que habían ido a La Gomera. Pero Jonay no podía olvidar a Gara. Un peso infinito, como un quebranto interminable, lo doblegaba y lo desvivía. Necesitaba volver a verla, tenerla a su lado pese a las prohibiciones, pese a la maldición que sobre ellos se cernía.



















Ató Jonay a su cintura dos vejigas de animal infladas y al amparo de la noche se lanzó al mar dispuesto a atravesar la distancia que le separaba de su enamorada. Las vejigas le ayudaban a flotar y cuando el cansancio rendía sus fuerzas, la imagen de Gara acudía a su memoria dándole ánimos para recobrarse y seguir nadando. Así hasta que, aún dudosa, la luz del alba lo recibió al llegar a las playas de La Gomera. Procuró que nadie lo viera y se acercó hasta donde vivía su bella enamorada. Cuando Gara lo vió, la vida volvió a su rostro y sus ojos brillaron de alegría. Pero pronto se dieron cuenta de que algo tenían que hacer.

Los enamorados querían tocar el cielo, alcanzar la cima de la isla que Gara tan bien conocía, sellar su amor en aquel espacio mágico, en la roca sagrada, rodeados de estrellas. Decidieron entonces subir hasta lo más alto y lo más denso de El Cedro, pensando que quizás allí hallarían donde esconderse mientras demostraban a los suyos que tenían que estar juntos para siempre. Buscaron un lugar oculto y allí permanecieron abrazados. A su lado, una pequeña pero afilada vara de cedro vigilaba la llegada de intrusos. En la cima, la princesa consultó a los oráculos y una vez más le advirtieron que en la tierra su amor jamás podría prosperar.

El padre de Gara, enterado de la huida de su hija, reunió a un numeroso grupo de hombres que salieron furiosos en su busca. Los amantes no tardaron mucho en escuchar los gritos de los que los buscaban. Poco se dijeron en aquellos momentos. Una mirada entre ambos fue suficiente. Jonay tomó la vara de cedro y afiló la otra punta. Luego se colocaron uno frente al otro. La vara fue puesta en el medio, tocando con cada punta el corazón de ambos amantes. Un abrazo final los unió para siempre. Cayeron danzando al vacío. Ya no habría desgracias y así confirmarían que el amor perviviría más allá de su cuerpos.

Todavía hoy se escuchan los ecos de sus corazones entre los redondos perfiles de aquella montaña de piedra. Desde ese momento pasó a llamarse Garajonay, el eterno lugar de ambos, en recuerdo de aquel amor que existirá para siempre.