jueves, 10 de diciembre de 2009

Romper una canción


Fuimos a Praga a romper nuestra amistad. Estábamos tan seguros de que aquel viaje era un error que el día antes de salir, los dos tuvimos el teléfono en la mano para llamar al otro y decirle: "Mira, mejor lo dejamos, ¿vale? No es el momento adecuado, no va a funcionar y voy a decepcionarte". Pero en esa ocasión hicimos más caso de mi epitafio que del suyo, y nos subimos a aquel avión que iba a la capital de la República Checa y quién sabe a qué más. Lo de los epitafios viene de lejos, como casi todo entre dos personas que se conocen hace casi treinta años y han hecho juntas cosas tan divertidas que la mitad de ellas no se pueden contar. El caso es que una noche, cuando todo el mundo se había ido y nosotros nos habíamos quedado tomando la última copa solos, como tantas otras veces, discutíamos, vayan ustedes a saber por qué, cuál sería, en nuestra opinión el epitafio de un hombre honrado. El mío no estaba nada mal: "Aquí yace Benjamín Prado: no tener nada que decir nunca le obligó a callarse". Pero el suyo nos pareció a los dos el mejor: "Aquí yace Joaquín Sabina: jamás dio la cara". ¿Por qué a la hora de embarcarnos en la aventura de la que salió Vinagre y rosas confiamos más en el mío, lo cual ya era, en sí mismo, una temeridad, porque si de lo que se tata es de escribir, esas tres palabras, nada que decir, no parecen un atajo a ninguna parte? Eso no lo sabemos, pero sí que las cosas que tienen explicación suelen ser las más aburridas de todas. Y me apuesto algo a que cuando acaben este libro la palabra aburrimiento va a ser la última que se les venga a la cabeza. BENJAMÍN PRADO.

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