martes, 27 de abril de 2010

La soledad de los números primos


Alice della Rocca odiaba la escuela de esquí. Odiaba tener que despertarse a las siete y media de la mañana incluso en Navidad, y que mientras desayunaba su padre la mirase meciendo nerviosamente la pierna por debajo de la mesa, como diciéndole que se diera prisa. Odiaba ponerse los leotardos de lana, que le picaban en los muslos, y las manoplas, que le impedían mover los dedos, y el casco, que le estrujaba la cara y tenía un hierro que se le clavaba en la mandíbula, y aquellas botas, que siempre le iban pequeñas y la hacían andar como un gorila.

-Bueno, ¿qué? ¿Te bebes la leche o no?-volvió a preguntar su padre.

Alice tragó tres dedos de leche hirviendo que le quemó sucesivamente la lengua, el esófago y el estómago.

-Bien. Y hoy demuestra quién eres, ¿vale?

¿Y quién soy?, pensó ella.

Acto seguido salieron a la calle, la niña enfundada en su traje de esquí verde lleno de banderitas y fosforescentes letreros de patrocinadores. A aquella hora había diez grados bajo cero y el sol era un disco algo más gris que la niebla que todo lo envolvía. Alice sentía la leche revolvérsele en el estómago y se hundía en la nieve con los esquíes a hombros, porque has de cargarlos tú mismo hasta que logres ser tan bueno que alguien los cargue por ti.

-Con las puntas por delante, y no mates a nadie-le recordó su padre.

Acabada la temporada, el club de esquí obsequiaba a los alumnos con un broche de estrellitas en relieve, uno cada año, desde que tenían cuatro y eran lo bastante altos para meterse entre las piernas el telearrastre, hasta los nueve, en que podían agarrarlo solos; tres estrellas de plata y después tres de oro; cada año un broche que significaba que uno era un poco mejor y estaba más próximo a competir, cosa que ya espantaba a Alice, que sólo tenía tres estrellas.

Habían quedado en el telesilla a las ocho y media, hora en que abrían las pistas. Allí estaban ya sus compañeros, en corro, como soldaditos de plomo embozados en sus trajes de esquí, entumecidos de frío y soñolientos; habían hincado los bastones en la nieve para apoyar las axilas. Con los brazos colgando parecían espantapájaros. Nadie tenía ganas de hablar, y menos que nadie Alice.



PAOLO GIORDANO.

2 comentarios:

  1. Allí estaban como un ejército de castigados...

    Besos.

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  2. Vaya... Parece muy interesante. Ya me había entrado el gusanillo.
    UN placer visitar tu blog.
    Un saludo de josef.

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