martes, 19 de octubre de 2010

Seda


Aunque su padre había imaginado para él un brillante porvenir en el ejército, Hervé Joncour había acabado ganándose la vida con una insólita ocupación, tan amable que, por singular ironía, traslucía un vago aire femenino.

Para vivir, Hervé Joncour compraba y vendía gusanos de seda.

Era 1861. Flaubert estaba escribiendo Salammbô, la luz eléctrica era todavía una hipótesis y Abraham Lincoln, al otro lado del océano, estaba combatiendo en una guerra cuyo final no vería.

Hervé Joncour tenía treinta y dos años.

Compraba y vendía.

Gusanos de seda.

Para ser más precisos, Hervé Joncour compraba y vendía los gusanos de seda cuando ser gusanos de seda consistía en ser minúsculos huevos, de color amarillo o gris, inmóviles y aparentemente muertos. Sólo en la palma de una mano se podían sostener millares.

“Es lo que se dice tener una fortuna al alcance de la mano”.

A principios de mayo los huevos se abrían, liberando una larva que, tras treinta días de enloquecida alimentación a base de hojas de morera, procedía a recluirse nuevamente en un capullo, para evadirse luego del mismo definitivamente dos semanas más tarde, dejando tras de sí un patrimonio que, en seda, se podía calcular en mil metros de hilo en crudo y, en dinero, en una buena cantidad de francos franceses; siempre y cuando todo ello acaeciera según las reglas y, como en el caso de Hervé Joncour, en alguna región de la Francia meridional.

Lavilledieu era el nombre del pueblo en que Hervé Joncour vivía.

Hélène, el de su mujer.

No tenían hijos.

Para evitar los daños de las epidemias que cada vez más a menudo sufrían los viveros europeos, Hervé Joncour se lanzaba a comprar los huevos de gusano de seda más allá del Mediterráneo, en Siria y en Egipto. En esto consistía la parte más exquisitamente aventurada de su trabajo. Cada año, a principios de enero, partía. Atravesaba mil seiscientas millas de mar y ochocientos kilómetros de tierra. Seleccionaba los huevos, discutía el precio, los compraba. Después retornaba, atravesaba ochocientos kilómetros de tierra y mil seiscientas millas de mar y volvía a Lavilledieu, generalmente el primer domingo de abril, generalmente a tiempo para la misa mayor.

Trabajaba todavía dos semanas más para preparar los huevos y venderlos.

Durante el resto del año, descansaba.


ALESSANDRO BARICCO.

3 comentarios:

  1. Este lo recomiendo.
    Es buenísimo.

    Besos.

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  2. Me has hecho recordar de jovencitos, cuando comprabamos los gusanos de seda y nos ibamos a buscar hojas de morera, era curioso ver como hacian los capullos de seda.
    un placer leerte.
    que tengas una feliz semana.

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  3. Este lo quiero!!! en la palma de mi mano.

    Un fuerte abrazo! y gracias.

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