viernes, 29 de octubre de 2010

La caída de los gigantes


El mismo día que Jorge V fue coronado rey en la abadía de Westminster, en Londres, Billy Williams bajó por primera vez a la mina en Aberowen, Gales del Sur.

El 22 de junio de 1911, Billy cumplía trece años. Su padre empleó su técnica habitual para despertarlo, un método que se caracterizaba por ser mucho más expeditivo y eficaz que cariñoso, y que consistía en darle palmaditas en la mejilla a un ritmo regular, con firmeza e insistencia, una y otra vez. El muchacho dormía profundamente y, por un momento, trató de hacer caso omiso de aquellos cachetes, pero los golpes se sucedían incesantes. Experimentó una brusca y fugaz sensación de enfado, pero entonces se acordó de que tenía que levantarse, de que hasta tenía ganas de hacerlo, de modo que abrió los ojos y se incorporó de golpe en la cama.

-Son las cuatro- anunció su padre antes de salir de la alcoba, y acto seguido se oyó el fuerte ruido de sus botas al bajar por los peldaños de la escalera de madera.

Ese día, Billy iba a empezar a trabajar como aprendiz minero, al igual que había hecho la mayoría de los hombres de su ciudad a su misma edad. Le habría gustado sentirse más ilusionado ante la idea de ser minero, pero estaba decidido a no hacer el ridículo: David Crampton lloró en su primer día en la mina y aún lo llamaban Dai el Llorica, a pesar de que tenía veinticinco años y era la estrella del equipo de rugby local.

Era el día después del solsticio de verano, y la luminosa claridad de los primeros rayos del alba penetraba por el ventanuco del cuarto. Billy miró a su abuelo, acostado a su lado, y vio que tenía los ojos abiertos. Cuando Billy se levantaba, el anciano siempre estaba despierto, invariablemente; decía que los viejos no dormían demasiado.

El muchacho salió de la cama; sólo llevaba los calzoncillos. Cuando hacía frío, dormía con camisola, pero aquel año las islas británicas estaban disfrutando de un verano caluroso, y las noches eran suaves. Sacó el orinal de debajo de la cama y levantó la tapa.

No había habido ningún cambio en el tamaño de su pene, al que llamaba su “pito”; seguía siendo la misma colita infantil que había sido siempre. Tenía la esperanza de que hubiese empezado a crecerle la víspera de su cumpleaños, o si no, al menos, de ver brotar algún que otro pelo negro alrededor, pero se llevó una gran decepción. Para su mejor amigo, Tommy Griffiths, que había nacido el mismo día que él, la cosa había sido distinta: le había cambiado la voz y hasta le había salido una pelusilla oscura encima del labio superior. Además, para colmo, su pito era como el de un hombre hecho y derecho. Aquello era humillante.

Mientras usaba el orinal, Billy miró por la ventana. Lo único que se veía desde allí era la escombrera, un montículo gris pizarra de estéril, la materia inservible de la mina de carbón, esquisto y arenisca en su mayor parte. Aquel era el aspecto que debía de tener el mundo el segundo día de la Creación, pensó Billy, antes de que Dios dijese: “Produzca la tierra hierba verde”. Una brisa suave levantó una fina capa de polvo negro de la escombrera y la derramó sobre la hilera de casas.

En el interior de su alcoba, todavía había menos objetos que contemplar. Se encontraba en la parte posterior de la casa, era un espacio angosto en el que a duras penas cabía la cama estrecha, una cómoda y el viejo baúl del abuelo. Colgado de la pared había un dechado bordado donde se leía:

CREE EN EL
SEÑOR JESUCRISTO
Y ESTARÁS
A SALVO

No había espejo.

Una puerta llevaba a lo alto de la escalera y la otra al dormitorio principal, al que sólo podía accederse atravesando la pequeña alcoba. La otra habitación era más grande, con espacio para dos camas, y allí dormían mamá y papá; incluso la hermanas de Billy había dormido allí, varios años antes. La mayor, Ethel, ya no vivía con ellos, y las otras tres habían muerto, una de sarampión, otra de tos ferina y la tercera de difteria. También había tenido un hermano mayor, que compartió la cama con Billy antes del abuelo. Se llamaba Wesley y murió abajo, en la mina, arrollado por una vagoneta fuera de control, por uno de los carros con ruedas que transportaban el carbón.

Billy se puso la camisa, la misma que había llevado a la escuela la jornada anterior. Ese día era jueves, y sólo se cambiaba de camisa los domingos. Sin embargo, sí tenía un par nuevo de pantalones, sus primeros pantalones largos, hechos de un recio algodón impermeable al que llamaban piel de topo. Eran el símbolo del ingreso en el mundo de los hombres, y se los puso con orgullo, disfrutando de la sensación fuertemente masculina de la tela. Se ciñó un grueso cinturón de cuero y las botas que había heredado de Wesley y, a continuación, bajó las escaleras.


KENT FOLLET.

2 comentarios:

  1. Ya llevo lectura para este verano con tus recomendaciones, quisiera tener más tiempo...

    Gracias, amiga, por todas tus palabras.

    Besos

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